lunes, 11 de enero de 2010

SEMBLANZA HISTÓRICA DE CÁCERES. Paco Torres Robles.

"Es el imperio de la piedra. Con su poblado silencio. Su recóndita soledad. Soledad viva. Soledad que se basta."
D. Pedro de Lorenzo.
                                      SEMBLANZA  HISTÓRICA DE CÁCERES.
Llegas, amigo viajero, a una de las ciudades más hermosas de Europa que se abre en la historia entre claustros y palacios. Profunda y alta. Cáceres te acoge desde su plataforma rocosa, circuncidada por la aguas de loa ríos y arroyos. Medieval en su parte alta, busca el cielo extremeño en una contemplación de siglos. La ciudad es cortesana y guerrera. Rezuma de leyendas pragmáticas y acontecimientos trascendentales. Gobernaron desde este trono de piedra los católicos monarcas y todavía cuadriculan sus patio, salones y murallas. Perderse por sus viejas callejuelas equivale a descubrir un muestrario de épocas y estilos. Porque muchos son edificios que se pueden visitar. Cáceres ofrece un gran número de posibilidades al turista, pero sin duda, la más singular, por su variedad es la infinidad de rincones donde disfrutar de la hospitalidad.
En una de las plazoletas más bellas y evocadoras de viejas leyendas se ubica la gótica iglesia de San Mateo, se alza la majestuosa torre de Las Cigüeñas, el antiguo convento de San Pablo. Para llegar a él, una recoleta calle con tono de pasaje, al rendirse en otra que sigue camino, en la derecha tropieza con un esquinero en cuyo agudo perfil se monta un rustico farol, que promete mucha luz, y no es poco, en que durante las noches las sombras suavicen su rigor tomándose en penumbras. De vez en cuando, el viajero que llega a la plazuela de San Mateo, en razón de sus ciclos, en fases disminuidas y prisas de su andar, la luna pasa por la calle y la lisonjera con sus rayos de luz blanca, el encantamiento se supera. Esto ocurre en las calles de negativa conformación geométrica que permite el acceso a la zona monumental cacereña. Entre cuyos muros, bien pertrechados de riquezas, vivieron mojas, caballeros y damas de alcurnia, y algún que otro infanzón. Un edificio cercano, brindado por su propia personalidad, conservando el tipismo se esconde en una callejita, es la Casa del Sol, profesionalizada por una magnifico matacán y las armas de los Solís. Cercana a esta casa fuerte, está el convento de San Pablo, aún se conserva en el encanto del compás, con su portal donde está el torno y la puerta de la clausura con su tejaroz. Tal es la antigüedad de este convento, tan codiciados por reyes y nobles, donde abría de firmarse privilegios, sentencias y donaciones.
Esta es la ciudad de hondos soportales, de balcones, de casas solariegas. Bajo los soportales de la Plaza Mayor, un viejo con la piel arrugada como una nuez y ennegrecida como cáscara de bellota solía contar viejas historias que acontecieron entre los fríos muros del cenobio. La sosegada plática del viejo que tenía el cargo de santero del lugar, de lúcida palabra, invitaba a seguir escuchándole. Algunos, que yo conozco, –decía el viejo Saturnino- subían en su niñez a la majestuosa espadaña gótica en donde la cigüeña monta la maraña barroca de sus nidos, que tenía campañas, a respirar de las lomas próximas y a recrearse de la impresionante vista. Allá arriba, la lechuda duerme hasta que nace la luna y luego, suavemente, sobrevuela los tejados árabes. En las numerosas celebraciones que tuvieron como marco el tempo de este Convento había un denominador en común que las alentaba: un fervor sincero, como fruto de un recogimiento místico solo comparable a de los viejos ascetas. El viejo recordaba algunas religiosas de un providencial sentido trágico y de una expresividad seria y consecuente. Y, en verdad, en el claustro de tracería herreriana, embrujo y misterio, aún parece brotar de las entrañas de los muros una música lejana, diluida y suave, la de unos versos bien rimados que se traducen en anfibología de la vida y la muerte, de la salvación y condenación eternas del sentimiento más profundo y de una idolatría casi primitiva, en la propia esencia del Misterio conmemorado; por ello, el turista puede entrar en comunicación con el recuerdo de las mismas monjas o con las imágenes que ora transporta, otrora contempla y venera. Bien intuirá que muchos pasos se dieron por estos escalones de dura piedra granítica por cuantos se advierten desgastados en buen servicio de añejos tiempos o monjas o caminantes de distinta estirpe a la nuestra, aunque no podemos renegar el sedimento que nos dejaron.
Dejando la conversación con el viejo, nos aguijonea contemplar nuestras curiosidades. Recordaremos, amigo viajero, que la antigua ciudad cacereña contó en tiempos remotos con bordadores, escultores, plateros y arquitectos, entre los que se encontraban famosos maestros como Guillent Ferrant, Roque Balduque o el mismísimo Berruquete, y que encontraron para señorearla. Esta prosperidad se reflejó inmediatamente en un abanico de obras de arte que llenaron los muros de conventos, iglesias y palacios y que constituyen hoy la mayor parte del patrimonio artístico de Cáceres. El turista puede contemplar los coros, muy espaciosos. En el centro del coro bajo de Santa María una magnifica sillería de madera de nogal y próximo al coro, el Cristo Negro al que se le atribuye una venerable leyenda.
Todo es misterio y regocijo para la vista en Cáceres. Desde los ventanales entreabiertos de los aposentos del Parador de Turismo, hoy hospedaje turístico, se cuela el amanecer un rayo de sol recién nacido, como escapado de la aurora y se dibuja afilado en el pavimento cual una espada de luz, invitando al viajero a poner la vista más allá, matizando lejanías, van escalonándose alturas asta cuajar en cresta muy altas en cuyas opuestas pendientes se desparraman suaves valles, sintonizados de elegantes monumento artísticos en aspiraciones de aires limpios y cielos claros. El sol, alzándose lentamente, va descubriendo y resaltando con su esplendor las cumbres de los edificios vistiendo de oro las construcciones torreadas. Es saludo alborozado de la mañana que alcanza la posible pereza, avivando estímulos de nuestras insaciables inquietudes de contemplaciones.
Es preciso que después, el distinguido comensal, recorra nuestra ciudad en sus distintos momentos si ambiciona llevarse las más placenteras y extraordinarias impresiones que jamás olvidará. Más si por acaso es tiempo de que la luna salga a lucir, es premioso caminar hacia las calles angostas que conducen a la plazuela de Santa María, creando la luna en los edificios que contempla sugestivas mutaciones, al tiempo que el reloj de la iglesia presidencial hace sonar las campanas que ponen fin al cómputo de un día.
Olvídate, amigo viajero, de la hora y de cómo un antiguo buscador de soledades, adorna el atardecer por las viejas callejuelas que circuncidan iglesias y conventos, y acoge tu cansancio entre sus muros que es como una Soledad viva. Una Soledad que basta.
 Fdo.: Francisco Torres Robles

Editado en la revista: "Senderos".

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